viernes, 13 de noviembre de 2009

EDUCACIÓN EN TIEMPOS DE CÓLERA



EDUCACIÓN EN TIEMPOS DE CÓLERA


Jorge I Sarquís

Decía Mark Twain, “lo único más triste que un joven pesimista, es un viejo optimista”. Quizá. No lo puedo constatar pues, aunque ya no soy joven, aún no soy viejo. Además, hace muchos años que soy y me reconozco como universitario y lo más seguro es que eso no cambie; así que confío en jamás renunciar al optimismo como forma de vida. Mucho menos ahora, que un “catarrito” insignificante amenaza con provocar el colapso nacional e inscribirnos en el nuevo CEF o Club de Estados Fallidos; a menos, claro, que la mayoría decida que ahí queremos estar, junto a Somalia y Zimbawe, socios fundadores.

Creo en la educación como la mejor vía para la auténtica realización del soplo Divino que nace atrapado dentro de los confines de nuestro ser biológico; creo también en la necesidad por un Estado y las correspondientes instituciones para garantizar la igualdad de oportunidad de acceso de todos los individuos de la sociedad mexicana al sistema educativo. No creo en la educación gratuita debo acotar; la cuestión es ¿quién paga y cuánto paga? ¿Quién decide?

Lo diré de este modo: la más importante y enriquecedora contribución de las antiguas culturas mesoamericanas a la cultura mundial está, para quien quiera verla, en el pendón blanco de nuestro lábaro patrio. Ninguna de las banderas nacionales que conozco plasmó tanta profundidad conceptual sobre la identidad de un pueblo, como la nuestra en el emblema del águila y la serpiente. El mito del Quetzalcoatl, ese emblema, distintivo de este Seminario, no expresa otra cosa que el anhelo de ser mejor. No mejor que nadie, mejor que uno mismo. Esta es la interpretación con la que yo me quedo, con la que debiera ser, si no lo es: todos somos el águila y la serpiente y la victoria de aquella no es sino el nacimiento del Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, el barro, el hombre de carne y hueso, de pasiones y necesidades, elevado por meritorio esfuerzo propio a una naturaleza superior, etérea, capaz aun de lo Divino. A eso debemos aspirar todos mediante un esfuerzo incansable, y al cultivo de ese anhelo debería estar avocado el sistema educativo nacional en todos sus niveles. ¿Cuánto vale? ¿Cuánto deberíamos estar dispuestos a pagar? Yo digo que todo, pero no lo sé. Aunque sí sé que cuando más cerca estuvimos de una definición de lo mexicano, allá por los años de nuestro ilustre don José Vasconcelos y las dos décadas que le siguieron, de entre las cenizas y las ruinas surgió el más vigoroso esfuerzo jamás hecho antes ni después por la educación de los mexicanos; cuando el país, luego de la cruenta guerra fratricida, diezmado, empobrecido invirtió en la búsqueda de sí mismo y entonces florecieron las artes y las ciencias. El país, pobre como era, apostó a la educación y vino esa noble generación de Apóstoles, auténticos Cruzados de la enseñanza primaria que llegaron a los rincones más apartados de la patria con el nuevo evangelio: por el bien de todos, estás obligado a ser cada vez mejor que tú mismo. Héroes de la paz que predicaron el bien común, algo que distingue a todos los pueblos que a lo largo de la historia han tratado de dejar huella. No se puede construir país si no hay una noción compartida de bien común.

Hoy, que pareciera que el futuro no importa; que uno por ciento del escaso recurso avocado a la educación no es nada, nos urgen nuevos Héroes de paz, nos urge reasumir la tarea de buscar nuestra identidad nacional. No es tiempo para escatimar el esfuerzo educativo ¡antes todo lo contrario! ESO sería una verdadera política económica contra-cíclica. Por el bien común, debemos cultivar la esperanza, porque la trágica alternativa es perderla, y como otro grande de las letras advirtiera, “no hay peor sentimiento que el sentimiento de la esperanza perdida”. O peor aún, que aceptáramos apagar luz, para dejarnos guiar por algún “iluminado”.

Nuestro mundo se ha hecho pequeño, siempre hemos habitado en un mundo global, pero hoy vivimos un mundo globalizado, y en el mundo globalizado de hoy, las crisis fatalmente también son globales; la actual coyuntura económica no hace más que agudizar los síntomas de lo que puede calificarse como una crisis de paradigma; una profunda crisis que permea todos los aspectos de la vida del hombre contemporáneo; una crisis que incluso, amenaza la estabilidad del orden mundial y su viabilidad en el mismísimo corto plazo. No es sólo Occidente que está en crisis: Este y Oeste, Norte y Sur, todos por igual vivimos en crisis. Pero si bien crisis es sinónimo de riesgo, de inseguridad, tribulación y hasta malestar, también es sinónimo de transformación, de mutación.

En un mundo en el que se hace hegemónico un modelo que procura la desaparición de la unicidad, la autenticidad, en un mundo vuelto miniatura por el poder de las nuevas tecnologías en comunicación; que ve desaparecer día con día las peculiaridades culturales lo mismo que los límites de las identidades nacionales, para dejar en su lugar nada sino la odiosa homogeneidad del consumidor anónimo, en este mundo, la búsqueda no debe ser por rescatar viejas fórmulas para lograr más con menos; sino por inventar nuevas fórmulas para hacer mejores cosas, para perseguir objetivos más nobles.

El dinero, hasta en exceso de poco sirve, y fatalmente se desperdicia en ausencia de un sólido proyecto de nación, como el que logró unificar al país durante los años del Nacionalismo Revolucionario, con todo y sus defectos. Ningún dinero alcanza si sólo se busca satisfacer las exigencias cuantitativas del Banco Mundial. Como ejemplo recordemos que México ha invertido miles de millones en programas de alfabetización y, sin embargo, los resultados importantes no están ahí, porque no hacemos nada por cultivar el amor por la lectura. ¿Cómo si no, podemos explicar que el promedio anual de lectura en México es de 0.8 libros per cápita? ¿De qué sirve que la gente sepa leer, si no lee? Peor que el analfabetismo real, es el analfabetismo funcional. ¿Qué desarrollo personal –mucho menos nacional, puede resultar de ello? Por el bien de México, es urgente que la gente lea mucho más. Nuestros alumnos y nuestros hijos necesitan vernos leyendo, necesitamos leer con ellos, de sobremesa, antes de ir a la cama, en voz alta, todos los días, al iniciar cada clase, sea de biología, matemáticas, geografía, música, lo que sea, debemos empezar cada clase con la lectura de algo interesante y formativo por diez minutos, no hace falta más, si se hace bien y con empeño verdadero. Urge recuperar el terreno familiar y escolar peligrosamente cedido a la niñera: la televisión, la encarnación del “big brother” de Orwell. No sólo en casa, todos nuestros espacios de socialización han sido invadidos por la caja de monólogos para hacernos receptores de una señal que incansable, inagotable, interminable nos repite día y noche: consuma, consuma, no piense, todo lo que aquí escucha es la verdad, todo lo que aquí ve es la verdad, no se moleste en razonar, nosotros hacemos eso para usted y nuestra opinión es la suya; sólo relájese y consuma. Cierto es que no toda la programación televisiva es nefasta, nada más un 99%.

En más que buena medida, la actual crisis tiene su origen en nuestra entrega total e irreflexiva a las demandas de la economía de mercado. En aras de un crecimiento económico que no hace sino enriquecer más y más a cada vez menos personas, al mismo tiempo que empobrece hasta el hambre a cada vez más y más personas, hemos permitido activamente el relajamiento y la devaluación de los valores, entre estos, el de la educación como fin que en sí mismo realiza al individuo: el éxito es una jornada, no es un destino. Pero hemos vaciado a la educación de todo contenido teleológico para reducirla a la dotación de competencias para el mercado laboral: percepción y gasto de un salario, ese es el ciclo de vida actual; no debería pues sorprendernos la creciente tentación al suicidio, a las adicciones nuevas y viejas, al crimen absurdo, a la apatía, la indolencia y desprecio de cada día, no puede resultar otra cosa de la frustración del soplo Divino que anhela salir, ser libre, elevarse en pos de la comunión con su Ser universal.

¿Fracasó la educación?

No se puede hablar de fracaso cuando no sólo no se ha hecho el mejor esfuerzo, sino que cada vez se hace menos esfuerzo. Cuando más útil sería, no estamos tomando en cuenta lo mejor de nuestro legado mesoamericano: el anhelo de ser mejor. En palabras de nuestro preclaro erudito, don Alfonso Reyes, “la comunidad por dominar nuestra naturaleza brava (…) es nuestra comunidad con los hombres de ayer”. Hoy más que nunca, nos urge una buena dosis de autocrítica, de juicio histórico. ¿Qué fue del evangelio Vasconcelista? Si México ha de sobrevivir esta crisis, más vale aprovecharla para retomar el sendero de la búsqueda, debemos hurgar por el alma nacional. Aceptémoslo, no hemos acabado de descubrir la misión del hombre mexicano en la tierra; antes olvidamos que esa es nuestra encomienda. ¿Cómo pues, lograremos vislumbrar el mensaje que hemos traído al mundo? ¿Cómo ha de salvarse nuestro pueblo?

Hoy México entero se cimbra con lo antes inimaginable. Son tiempos difíciles, no es remota la posibilidad del derrumbe. Hace unas semanas fue descubierta y capturada en Chihuahua una banda de secuestradores, una familia entre cuyos miembros hay maestros. Esto es trágico mucho más allá de lo anecdótico. Tocamos fondo. Si la clase que tiene a su cargo la formación de los nuevos ciudadanos ha sido permeada por la tentación a la corrupción, enfrentamos algo que es mucho peor que la corrupción policiaca, militar o política que son endémicas en nuestras naciones como corolario del pasado colonial: enfrentamos el riesgo de nuestra autodestrucción, de nuestra inviabilidad histórica. Si la inteligencia de nuestra sociedad está pensando con el hígado, con tan poca visión, con tan poca conciencia nacional, que lo importante es el sustento diario o su venganza sobre los delincuentes de cuello blanco o los malos gobernantes, entonces nuestros próceres, los pocos hombres que nos dieron patria, estarán de seguro revolcándose en sus tumbas, pues su sacrificio, su lucha, ha sido toda un triste desperdicio de la historia. Ante esta encrucijada, nunca fue más importante que hoy reconsiderar las cosas. ¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos aquí?

Es tiempo de pensar bien, con detenimiento, y asumir nuestra responsabilidad patria. La educación es etimológicamente y en principio, guiar. ¿A dónde? Hacia la ética ciudadana que responde al sustento de todo pueblo civilizado: el respeto a un principio mayoritariamente aceptado de BIEN COMÚN; sin este, no es posible la sociedad misma, no es posible ningún contrato social. Bien común. Por el bien común, debemos respeto a las leyes, aunque no nos plazca. “Seamos esclavos de las Leyes, para poder ser libres”, nos dijo Cicerón. ¿De qué libertad nos habla el sabio latino? Libres de nuestros apetitos, de nuestros instintos, de las implicaciones de la serpiente. No es otro el espíritu de las leyes. No puede haber pacto social donde prevalece el apetito personal o de grupo. Ninguna sociedad que haya dejado huella en la historia mundial ignoró esta sencilla máxima. A los indígenas mesoamericanos que conocieron los conquistadores europeos no faltaba motivo para el sacrificio y el autosacrificio; nadie estaba a salvo, en el nombre del bien común, de ser objeto de sacrificio; todo en aras de la estabilidad cósmica. En nuestra modernidad, ya no es tan grande la responsabilidad, no pesa sobre nosotros el universo entero, se trata modestamente de la prosperidad nacional; pero el sentido del sacrificio es en efecto ¡el mismo! Repensemos la educación de nuestros hijos. Más que su capacitación para insertarse en el mundo laboral, pensemos en lo que necesitamos que sientan y piensen que deben sentir y pensar como buenos mexicanos, como buenos ciudadanos del mundo.

Particularmente las instituciones públicas, tenemos el deber inaplazable de preparar a los ciudadanos futuros y de hoy para la vida en sociedad en plenitud de capacidades y potencial de realización. Necesitamos tender un puente entre los diferentes niveles educativos que permita una movilidad de alumnos y maestros entre el hogar, el kínder y la universidad con el fin de fomentar los valores de la creatividad, del amor por la lectura, de la responsabilidad, la disciplina y el cumplimiento del deber, que como decía Alexander Pope, “en ello reside todo honor”

Tenemos buenas razones para no desesperar. Atendiendo a la diferencia que no debemos ignorar entre la escala de tiempo que mide la historia de los pueblos y la que mide la vida de un hombre, debemos concluir, para empezar, que somos un país muy joven. En el concierto de las Naciones Estado forjadas a partir del pensamiento ilustrado cuyos orígenes se remontan al empirismo de Bacon y al racionalismo de Hume, Locke y Descartes en el Siglo XVII, México es una nación literalmente, emergente.

A lo largo del difícil parto de una Nación los momentos más dolorosos son, sin duda, los de la explosión fratricida; los de la guerra, consecuencia última de la irreductible imposibilidad de conciliación de intereses encontrados. No fue diferente aquí en México durante a la Guerra de Independencia, primer espasmo dilatador y dolorosísimo que anunciaba al nuevo ser.

Mi generación aprendió a festejar Septiembre como el mes de la Patria, pero las celebraciones escolares de entonces, y muy probablemente de hoy, se reducían a la bulliciosa remembranza del Grito de Dolores. No creo que el grito que convocó, ni el que celebró la independencia, sean el momento decisivo del advenimiento de la nueva Patria. Si es preciso decidir, en aras de contar con un acta de nacimiento, yo escojo el 19 de junio de 1867. No celebro la muerte del hombre, sino la determinación heroica y el valor histórico de enterrar para siempre nuestro pasado colonial; de exigir nuestro merecido lugar en el mapa de las naciones independientes: celebro el triunfo del anhelo de ser. La Guerra de Reforma merece ser recordada por eso como el día de nuestra historia cuando sólo quedó una pregunta y las respuestas antagónicas sobre la mesa: ¿Quién es dueño?¿Quién manda en estas tierras?

De un lado la respuesta era: “Nosotros os levantamos el yugo con la bendición de Dios, nosotros rompimos las cadenas, nosotros somos los dueños y por tanto nosotros mandamos que todo siga igual que antes pero ahora en nuestras manos, con la venia de su majestad”. De la otra parte la respuesta era la de la ¿modernidad?, que ya recordamos en la voz del clásico latino: “Seamos esclavos de las leyes, para poder ser libres”.

Hace casi siglo y medio, el 6 de septiembre de 1860, el Presidente Juárez proclamó en Guanajuato las Leyes de Reforma, justo cuando el país vivía en guerra, precisamente por todo ese Movimiento que tuvo sus antecedentes con Valentín Gómez Farías desde 1833, cuando el grupo Liberal plasmó en las Leyes lo que consideró la mejor solución a lo que, en su forma de ver las cosas, estaba en la raíz de todos los males nacionales: la Iglesia. El Movimiento de Reforma fue la lucha Liberal contra los intereses de esta institución, la cual, consideraban los liberales, tenía secuestrado al país mediante su propiedad sobre tierras y conciencias. Entre otras cosas, la Reforma de Gómez Farías prohibía al clero su intervención en asuntos políticos, suprimía el pago del diezmo, secularizaba todas las misiones y ordenaba que las rentas y edificios de las mismas pasaran a manos de la Federación. La segunda Reforma introdujo tres leyes más: la Ley Lerdo, que obligaba a las corporaciones civiles y eclesiásticas a vender las casas y terrenos cuyos arrendatarios no los estuvieran ocupando, para que esos bienes produjeran mayores riquezas en beneficio de más personas. Por su parte, la Ley Juárez suprimía los fueros militares y eclesiásticos en los asuntos civiles; por lo que los tribunales de ambas corporaciones, Iglesia y Ejército, se debían limitar a intervenir en los asuntos de su competencia y no inmiscuirse en los asuntos civiles. Por último, la Ley Iglesias prohibía el cobro de derechos y remuneraciones parroquiales que hasta entonces seguían exigiendo los sacerdotes a los pobres, considerándose pobres aquéllas personas que no obtuvieran a través de su trabajo personal más de la cantidad diaria indispensable para la subsistencia. La Guerra de Reforma duró tres años y al triunfo de los Liberales siguió el intento Conservador de restaurar una monarquía europea, nuevo espasmo de la vieja Madre Historia, que no acababa de parir…

Ahora bien, hay que decirlo: nuestro pueblo nunca ha visto bien a nuestras leyes, sencillamente no las estima, no las siente suyas y más bien las desprecia. ¿Por qué? Porque no las entiende.

Nuestra Constitución desde siempre constó de muchos artículos, la primera, la C de Apatzingan de 1814, tenía ¡242 artículos! La de 1824 tenía 171 y la de 1917 consta de 136 artículos, más transitorios; ha sido reformada por todos y cada uno de los presidentes de la república desde Álvaro Obregón hasta Felipe Calderón Hinojosa. Curiosamente todos los Presidentes parecen sentir como reclamo de la Historia, la necesidad de reformar la Constitución sexenalmente, y una y otra vez, los mismos artículos son objeto de nuevas reformas! Qué tanto los refríen! Uno pensaría que nuestras leyes son ejemplo de perfección legislativa para el mundo entero. Sin embargo, nuestro pueblo se siente agraviado por la ley y por ello se regocija en su quebranto cotidiano. La Constitución norteamericana, en odiosa comparación, tiene 7 artículos originales que datan de 1787 y ha sufrido 27 enmiendas ratificadas y 6 no ratificadas en 222 años. No son sólo números. La comparación es en un sentido indebida; se trata de dos historias nacionales muy distintas en uno y otro caso; pero será útil, si puede motivar la reflexión seria entorno al espíritu de las Leyes entre todos los integrantes de nuestra sociedad. He aquí una idea para provocar a todos ustedes a esa reflexión: el número de las leyes necesarias es inversamente proporcional a la fortaleza de los principios que emanan como por arte de magia entre los miembros de un grupo cuando se sienten seguros de las causas comunes que convocan a la convivencia en colectivo por las evidentes bondades resultantes.

En nuestra tradición, cada nueva ley es un reto a vencer. ¿Por qué? Me atrevo a proponer a ustedes la siguiente hipótesis: no es aparente su espíritu en beneficio de todos, en beneficio de la convivencia. La Ley en México siempre ha parecido al pueblo una camisa de fuerza y un garrote en la mano del gobernante en turno. La suspicacia, ese terrible mal que nos aqueja de fondo, no es gratuita; aún el insigne Juárez dijo: “para los amigos, Ley y gracia, para los demás, Ley a secas”.

Moderar la diferencia entre la opulencia y la indigencia, procurar una mejor impartición de justicia, son anhelos que pueden rastrearse en nuestra historia incluso a la famosa declaratoria de los Sentimientos de la Nación, en 1813. Desdichadamente, anhelos nobles del Siervo de la Nación no compartidos por todos los insurgentes de aquél entonces.

Pero basta de historia incompleta.

No se nace con el instinto por la riqueza o la codicia, con la inclinación a la envidia o a la virtud; todo esto surge y se cultiva -o se descuida, en sociedad.

Al referirnos a la verdadera educación, tema inagotable, podemos –a falta del debido cuidado- pecar de superficiales y ambiguos, si no de francamente insuficientes y por ello de inútiles. Hemos dicho que la verdadera educación tiene por objetivo formar buenos ciudadanos, individuos que no vivan para la satisfacción de sus apetitos primarios a costa de lo que sea, a costa de quien sea; buenos ciudadanos que compartan una definición de bien común a la cual esté supeditada escrupulosamente su conducta cotidiana hasta en el menor de los detalles; que abracen a todos los hombres del mundo sin distinción ni prejuicios de ninguna especie; que siendo cristianos, puedan adoptar a un niño musulmán huérfano y educarlo para que sea un buen hombre musulmán; hombres y mujeres que crean y practiquen los valores de la democracia, empezando por el de la tolerancia, que como expresara el pensamiento de Voltaire: “detesto lo que dices, pero daría mi vida defendiendo tu derecho a decirlo”.

Así pues, la verdadera educación debe pretender guiarnos por el camino de la lucha contra nosotros mismos, la madre de todas las batallas. Un individuo bien educado se esfuerza por parecerse al ideal aristotélico del hombre más valiente: aquél que se conquista a sí mismo, a diferencia del que conquista a su enemigo. Un hombre de sólida formación necesariamente cree, como el Filósofo, que es peor cometer una injusticia que sufrirla, pues sus instintos han sido domesticados y su espíritu, iluminado por la razón.

La verdadera educación, no puede ser laica. La Naturaleza es laica, el Universo es laico, pero el Hombre –en tanto ser único por sus atributos evolutivos, que no menos natural que cualquier otro, es un ser espiritual. Espiritualidad y política son quizá una y la misma cosa, y si dos, sin duda, dos expresiones exclusivas de lo humano, de lo social. Lo humano surge sólo en sociedad. Es una lástima también, como reconociera Mircea Eliade, que banalicemos la palabra religiosidad sobre-utilizándola para referirnos a tantas cosas tan diversas, desde la necesidad humana por lo elevado o el amor universal, hasta la asistencia a misa dominical o la fe en los sacramentos de tal o cual religión.

Si bien la educación no puede, NO ser espiritual, tampoco es muy sano permitir que sea religiosa, pues es fundamental para la formación de un buen ciudadano inculcar en él, respeto y amor universal por todas las razas, por todas las formas de vida, por todos los credos y todas las manifestaciones culturales, por todas las formas de conocimiento y por todas las lenguas.

¿Cuál debería ser esa noción de bien común tan referida? Ninguna otra que la salud y fortaleza de nuestro colectivo social. Por eso, en el forjamiento de una imagen de colectivo social, atractiva a todos por igual, debería centrarse el mayor esfuerzo planificador y ejecutor de la educación, al margen de las visiones sectarias que sólo han polarizado nuestra sociedad, que sólo nos confrontan en grupos absurdamente antagónicos. ¡Como si el universo no fuese más que la eterna lucha entre conservadores y liberales!

Lo humano se forja en sociedad. La calidad de lo humano es resultado del quehacer de cada integrante de la sociedad. En una red infinita de interacciones, todos tenemos que ver con lo que cada uno es. Quien no vea en sus acciones (u omisiones) la parte de responsabilidad individual que le toca por la incidencia de cada uno de los graves males que hoy nos aquejan, no ha entendido que, para bien y para mal, cada uno de nosotros es parte de un todo. Por el bien común, necesitamos entender que todos somos México y que México es mucho más que la suma de sus partes. O jamás seremos felices.

Hoy que la adversidad arremete, recordemos que aquél que no aprovecha su desgracia para perfeccionar su entendimiento y su corazón, no merece ser dichoso,

Hoy que la incertidumbre nos roba el sueño, sepamos que el secreto de los fuertes es obligarse sin tregua,

Hoy que la patria reclama lo mejor de nosotros, confiemos que nos conocerán para siempre, por la huella que dejemos en este mundo.

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